Juan José Arreola lleva blancas. Como Spassky en la partida 9 abre con P4D. Su oponente responde también P4D –ortodoxa simetría- y lanza al ataque la primera pregunta:
-¿Qué significa para Arreola el ajedrez?
En el comedor de la casa, frente al tablero convertido en centro de mesa, los ojillos siempre vivos de Arreola, oblicuos como los de un alfil, miden anticipadamente la trenza de jugadas infinitas. El cabello alborotado en rizos –un poco más corto que hace un par de años-, sus dedos largos de titiritero inquieto, el cuello ganso escapándose de la camisa abierta, su presencia toda loasen aparecer, hoy como antes, un duende hechizo actuando en un cuadro de Remedios Varo.
No responde de inmediato a la pregunta; antes apoya con un peón al peón, jinetea al caballo del rey para que brinque la barrera de la infantería, abre paso a un alfil, despabila a otro peón, repele un avance ingenuo y entonces si, ya con la reina en puntalanza atiende al oponente despistado:
-¿Qué significa para mí el ajedrez?
Arreola sonríe. Otro caballo alertado para el ataque le regala seguridad. Pero no. Esa pregunta todavía no. Responderla de entrada sería como enrocarse prematuramente y llamar la atención del oponente sobre puntos vulnerables de la intimidad. Para hablar de ajedrez hay que empezar desde el principio: desde que sir Leonard Wooley, en sus excavaciones en la cuenca mesopotámica, allí donde el hombre, sediento de infinito, empeñado en ser “mas que de tamaño natural”, ansioso de sobrepasar su grandeza originaria como la ha intentado siempre –y lo ha conseguido, explica Arreola mientras construye un dístico en francés que él mismo traduce: “el hombre ha sobrepasado miserablemente, mezquinamente, su grandeza natural”-; allí en la cuenca mesopotámica donde el hombre soberbio erigió la torre de Babel –plataforma para llegar al cielo-, sir Leonard Wooley descubrió tres objetos que Arreola califica de maravillosos: la daga de oro de Ur, el estandarte de la ciudad y el cordero preso entre las zarzas.
El oponente interrumpe:
-¿Y eso qué tiene que ver con el ajedrez?
Arreola castiga el atrevimiento capturando el peón negro que protegía el carril central del rey enemigo. El oponente se enroca precipitadamente y Arreola vuelve a tomar la palabra entusiasmado, febril, como si él fuera el propio sir Leonard Wooley en el momento de descubrir, junto a esos tres objetos maravillosos, “un cuarto objeto igualmente maravilloso: el tablero de ajedrez de ocho casillas”.
La risita del escritor denuncia jaque doble con un caballo audaz:
-El ajedrez nace al pie de la torre de Babel –símbolo de la desmesura, de la megalomanía, del delirio de grandeza humanos- como una especie de proposición: ¿quieres embarcarte en la aventura espacial más grande que tu razón pueda concebir?; ¿quieres agotar todos los recursos de tu imaginación?: yo te voy a proponer la trampa mental: el gambito de las 64 casillas. En un espacio limitado de ocho casillas por ocho, que pueden ser de un centímetro o de un metro, el hombre encuentra y captura el infinito.
-Allí y no en la fracasada torre de Babel.
-Jaque –responde Arreola para castigar la interrupción. Aunque se traspeona, el oponente acepta el gambito del caballo. Captura y pregunta:
-¿Por qué dieciséis piezas por bando?, ¿por qué ocho casillas por ocho? El numero ocho no es un número cabalístico...
-Curiosamente no –admite Arreola con una pizca de intranquilidad, por su desventaja en número de piezas-. Y ahora se me ocurre que el hombre se ha extraviado a partir de los números nones, siendo que la posibilidad única de realización humana es el par. Cierto. Así es –recobra confianza. Habilita al alfil que se desliza sobre negras-. Pensemos en la pareja que preside la creación: Adán y Eva. Pensemos en la pareja del rey y la reina en el tablero de ajedrez. Ese tablero de casillas pares trata precisamente de impedir, como lo hace también la teoría duodecimal, que nos vayamos al non, a lo que representa al fin y al cabo un ángulo de soledad. Siempre que hablamos de números pares, hablamos de acompañamiento. Y aquí podría encontrarse una explicación al porqué el pueblo mexicano ha manifestado a lo largo de su historia una cierta repugnancia al ajedrez. Nos repele un juego que se basa en números pares. Los mexicanos queremos seguir siendo nones; es decir: abandonados.
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La frase con la que cierra es muy significativa y más profunda de lo que parece. Por si a alguien le recuerda lo del trabajo en equipo.
La lectura es extensa por lo que sugiero al lector interesado que vea el texto completo en http://paisanodemexico.galeon.com/art21.htm
2 comentarios:
Grato es saber que por fin entendieron que pleitos estériles no llevan a nada.
Por el bien de nuestros jóvenes, cada quien aporte lo mucho o poco que pueda, y si no puede o quiere, al menos dejen trabajar a quienes tengan
Luisito ya casi acabas con joder este blog, te felicito y siguele asi
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