El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo (de Juvenal Urbino), se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
El doctor Urbino había visto el recubrimiento paulatino de los muros, año tras año, durante las cavilaciones absortas de las tardes de ajedrez, y había pensado muchas veces con un pálpito de desolación que en esa galería de retratos casuales estaba el germen de la ciudad futura, gobernada y pervertida por aquellos niños inciertos, y en la cual no quedarían ya ni las cenizas de su gloria.
En el escritorio, junto a un tarro con varias cachimbas de lobo de mar, estaba el tablero de ajedrez con una partida inconclusa. A pesar de su prisa y de su ánimo sombrío, el doctor Urbino no resistió la tentación de estudiarla. Sabía que era la partida de la noche anterior, pues Jeremiah de Saint-Amour jugaba todas las tardes de la semana y por lo menos con tres adversarios distintos, pero llegaba siempre hasta el final y guardaba después el tablero y las fichas en su caja, y guardaba la caja en una gaveta del escritorio. Sabía que jugaba con las piezas blancas, y aquella vez era evidente que iba a ser derrotado sin salvación en cuatro jugadas más. ((Si hubiera sido un crimen, aquí habría una buena pista -se dijo-. Sólo conozco un hombre capaz de componer esta emboscada maestra.)) No hubiera podido vivir sin averiguar más tarde por qué aquel soldado indómito, acostumbrado a batirse hasta la última sangre, había dejado sin terminar la guerra final de su vida.
Pero en los breves minutos que demoró el análisis de la partida inconclusa, el comisario descubrió entre los papeles del escritorio un sobre dirigido al doctor Juvenal Urbino, y protegido con tantos sellos de lacre que fue necesario despedazarlo para sacar la carta.
También avisaría a sus compinches de ajedrez, entre los cuales había desde profesionales insignes hasta menestrales sin nombre, y a otros amigos menos asiduos, pero que tal vez quisieran asistir al entierro.
De joven (Juvenal Urbino) se demoraba en el Café de la Parroquia antes de volver a casa, y así perfeccionó su ajedrez con los cómplices de su suegro y con algunos refugiados del Caribe. Pero desde los albores del nuevo siglo no volvió al Café de la Parroquia y trató de organizar torneos nacionales patrocinados por el Club Social. Fue esa la época en que vino Jeremiah de Saint-Amour, ya con sus rodillas muertas y todavía sin el oficio de fotógrafo de niños, y antes de tres meses era conocido de todo el que supiera mover un alfil en un tablero, porque nadie había logrado ganarle una partida. Para el doctor Juvenal Urbino fue un encuentro milagroso, en un momento en el que el ajedrez se le había convertido en una pasión indomable y ya no le quedaban muchos adversarios para saciarla.
Todo fue por el ajedrez. Al principio jugaban a las siete de la noche, después de la cena, con justas ventajas para el médico por la superioridad notable del adversario, pero con menos ventajas cada vez, hasta que estuvieron parejos. Más tarde, cuando don Galileo Daconte abrió el primer patio de cine, Jeremiah de Saint-Amour fue uno de sus clientes más puntuales, y las partidas de ajedrez quedaron reducidas a las noches que sobraban de las películas de estreno.
El doctor Urbino no la reconoció (a la amante de Jeremiah de Saint-Amour), aunque la había visto varias veces entre las nebulosas de las partidas de ajedrez en la oficina del fotógrafo, y en alguna ocasión le había recetado unas papeletas de quinina para las fiebres tercianas.
Tratando de distraerlo lo invitó a jugar al ajedrez, y él había aceptado por complacerla, pero jugaba sin atención, con las piezas blancas, por supuesto, hasta que descubrió antes que ella que iba a ser derrotado en cuatro jugadas más, y se rindió sin honor. El médico comprendió entonces que el contendor de la partida final había sido ella y no el general Jerónimo Argote, como él lo había supuesto. Murmuró asombrado:
-¡Era una partida maestra!
Ella insistió en que el mérito no era suyo, sino que Jeremiah de Saint-Amour, extraviado ya por las brumas de la muerte, movia las piezas sin amor. Cuando interrumpió la partida, como a las once y cuarto, pues ya se había acabado la música de los bailes públicos, él le pidió que lo dejara solo. Quería escribir una carta al doctor Juvenal Urbino, a quien consideraba el hombre más respetable que había conocido, y además un amigo del alma, como le gustaba decir, a pesar de que la única afinidad de ambos era el vicio del ajedrez entendido como un diálogo de la razón y no como una ciencia.
El piso estaba cubierto de baldosas ajedrezadas, blancas y negras, desde la puerta de entrada hasta la cocina, y esto se había atribuido más de una vez a la pasión dominante del doctor Urbino, sin recordar que era una debilidad común de los maestros de obra catalanes que construyeron a principios de este siglo aquel barrio de ricos recientes.
(Fermina Daza) Sabía apenas que Jeremiah de Saint-Amour era un inválido de muletas a quien nunca había visto, que había escapado a un pelotón de fusilamiento en alguna de las tantas insurrecciones de alguna de las tantas islas de las Antillas, que se había hecho fotografo de niños por necesidad y llegó a ser el más solicitado de la provincia, y que le había ganado una partida de ajedrez a alguien que ella recordaba como Torremolinos pero que en realidad se llamaba Capablanca.
Su poder de concentración (de Juvenal Urbino) disminuía año tras año, hasta el punto de que debía anotar en un papel cada jugada de ajedrez para saber por donde iba.
Entonces (Juvenal Urbino) le habló al arzobispo del santo laico que él había conocido en sus lentos atardeceres de ajedrez, le habló de la consagración de su arte a la felicidad de los niños, de su rara erudición sobre todas las cosas del mundo, de sus hábitos espartanos, y él mismo se sorprendió de la limpieza de alma con que había logrado separarlo de pronto y por completo de su pasado.