Oí contar que antaño, cuando Persia
estaba en no sé qué guerra,
cuando la invasión ardía en la Ciudad
y las mujeres gritaban,
dos ajedrecistas jugaban
su juego continuo.
A la sombra de un amplio árbol interrogaban
el tablero antiguo,
y al lado de cada uno, esperándolos,
a sus movimientos más reposados,
cuando había movido la pieza, y ahora
esperaba al adversario,
un búcaro de vino refrescaba
sobriamente su sed.
Ardían casas, saqueadas eran
las arcas y las paredes
violadas, las mujeres eran puestas
contra los muros caídos,
traspasadas de lanzas, las criaturas,
eran sangre en las calles...
Pero donde estaban, cerca de la ciudad,
lejos de su ruido,
los ajedrecistas jugaban
su partida de ajedrez.
Aún cuando los mensajes del viento baldío
trajesen gritos,
que al meditar dijesen desde el alma
que ciertamente las mujeres
y las tiernas hijas violadas eran
en esa distancia próxima,
aún cuando, en el momento que lo pensaban,
una sombra ligera
les pasase por la frente absorta y vaga,
en breve sus calmos ojos
volvían su atenta confianza
al viejo tablero.
Cuando el Rey de marfil peligra,
¿Qué importan carne y huesos
de hermanas, madres y niños?
Cuando la torre no cubre
la retirada de la reina blanca,
poco importa el saqueo.
Y cuando la confiada mano da jaque
al rey del adversario,
poco pesa en el alma que a lo lejos
mueran los hijos.
Aun si de repente sobre el muro
surja la faz sañuda
de un guerrero invasor, y en breve deba
en sangre ahí caer
el ajedrecista solemne,
todavía un momento antes
(aplicado aún al cálculo de un lance
que tendrá efecto horas después)
estará entregado al juego favorito
de los grandes indiferentes.
Caigan ciudades, sufran pueblos, cesen
la libertad y la vida.
Los tranquilos bienes y las herencias paternas
ardan y que se arranquen,
más cuando la guerra interrumpa los juegos
este el rey sin jaque
y el de marfil peón más delantero
dispuesto a cobrar la torre.
Hermanos, que amamos a Epicuro
y lo entendemos
más que por él, según nosotros mismos,
aprendamos de la historia
de los calmos ajedrecistas
cómo pasar la vida.
Todo lo que serio es poco importe,
lo grave poco pese,
el natural impulso de los instintos
ceda ante el inútil gozo
(bajo la tranquila sombra de la arboleda)
de jugar una buena partida.
Lo que llevamos de esta inútil vida
tanto vale cuanto sea
gloria, fama, amor, ciencia, vida
tal si apenas fuese
la memoria de un juego bien jugado
y una partida ganada
a un mejor contrincante.
La gloria, como un fardo rico, pesa,
la fama, como la fiebre;
cansa el amor porque se toma en serio y busca,
la ciencia nunca encuentra,
y la vida pasa y duele porque lo sabe...
El juego de ajedrez
rapta el alma toda, pero, perdido, poco
pesa pues nada es.
¡Ah!, bajo las sombras que sin querer nos aman,
con un búcaro de vino
al lado y atentos sólo a la inútil faena
del ajedrez
aun cuando el juego sea apenas sueño
y no haya compañero,
imitemos a los persas de esta historia,
y, mientras allá afuera,
cerca o lejos, guerra y patria y vida
nos llaman, dejemos
que en vano llamen, cada cual
bajo las amigas sombras
soñando, él sus compañeros, y el ajedrez
en su indiferencia.
Tomado de la página de
Paisano de México y a su vez de la revista "Biblioteca de México" No. 49, enero-febrero, 1999, pag. 62-64.