Autor: Ángel Urbizu V. Ex-alumno de la UAA
El ajedrez es una forma de productividad intelectual; en esta consiste su peculiar encanto. La productividad intelectual es uno de los grandes goces (si no el más grande) de la existencia humana. No cualquiera puede escribir una obra teatral, construir un puente o incluso inventar un buen chiste. Pero en el ajedrez cualquiera puede, y cualquiera debe, ser intelectualmente creativo y así poder participar en este goce selecto.
Dr. Siegbert Tarrasch.
De origen remoto y legendario. Su nombre proviene del árabe al-šaţriya y éste del sánscrito čatur-anga, “el de los cuatro cuerpos”, es decir, infantería, elefantes, caballería y carros, equivalente a peones, alfiles, caballos y torres. Practicado ya en la india desde el S. VI a.c, aprendido por los árabes a través de Persia y de ahí a Europa, primero a la Castilla de Alfonso El Sabio y de ahí a todo el continente.
Arte, juego, deporte y ciencia. Los cuatro cuerpos se han transfigurado, más que esto, el ajedrez es una pasión. Pasión que se mueve, que se genera por la productividad intelectual.
El arte. Tan abstracto como una metáfora, el lenguaje simulado. Al ser producto de la habilidad humana, el ajedrez es un arte. Capturar piezas, moverse por el tablero, incluso capturar al Rey, Jaque Mate, Shah-mat (del árabe: el rey ha muerto), esto no hace al ajedrez: una partida hermosa, sin en cambio, llevada al arte por la estrategia, la habilidad de la mente. Qué mejores palabras que las del mejor ajedrecista, Kasparov: Precisamente con la belleza, con el brillo de sus golpes tácticos, el ajedrez me fascinó desde la temprana edad. No sólo la belleza del tablero, de las 64 casillas, sino la búsqueda de ellas en la mente, aspirar a jugar partidas bellas.
Nadie duda que sea un juego de estrategia. No son sólo piezas que se mueven en un tablero dependiendo de reglas estructuradas. Es un reto. El reto de una mente contra otra. El juego de la mente. Llevado a lugares tan profundos como la personalidad del ajedrecista. Entretenido, ameno, desafiante, frustrante. Eso demuestra un juego. El juego de la belleza. De la mente. Sólo es un juego, podrán decir los no iniciados, un juego aburrido. Pero este juego obliga a pensar. A usar la inteligencia. Una vetusta leyenda indú, contada en el Panchatantra, nos dice que éste juego fue usado para instruir a un joven príncipe, en estrategia y, sobre todo, en humildad: los peones, como cada una de las piezas del tablero, son fundamentales.
Todo reto conlleva a superarse, a practicar una y otra vez. El ajedrecista se empuja para seguir avanzando. Ya no es más un juego. Se convierte en deporte. En disciplina. Las partidas cada vez son más largas y desgastantes. La mente y el cuerpo tienen que estar preparados para éstas. Para el esfuerzo que ahora supone jugar ajedrez. El esfuerzo prolongado. Estar completamente concentrado todo el tiempo.
El ajedrez como deporte fue entendido por el mundo y, como todo deporte, tuvo que formarse una federación que reconociera a estos deportistas, así, se crea la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE por sus siglas en francés), la cual regula y organiza un amplio sistema de torneos. Justo reconocimiento. Por donde han pasado hombres brillantes.
Como todo arte, como todo juego y deporte que sean dignos de respeto, llega el momento de convertirse en ciencia. El goce se fija en reglas, métodos. Se estudia para crear una partida mejor y que éstas sean más eficientes. Se escribe un método. Se crean caminos para obtener el final de una partida.
Pero, al igual que toda ciencia, deporte, juego y arte, el ajedrez no está finalmente escrito. La personalidad del ajedrecista termina dictando, construyendo el camino a seguir.
La productividad intelectual es lo que apasiona a los ajedrecistas, el llevar la inteligencia al extremo. Construir estrategias específicas para cada oponente. Pensar varios pasos adelante. Anticiparse al pensamiento del rival. Probarse ante el otro y ante sí mismo. Ése es el arte ajedrecístico.
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