A los ajedrecistas, seres dotados para la renuncia al mundo, se les conoce naturalmente por sus partidas, pues a los estilos de juego diversos corresponden otras tantas personalidades. También se les conoce por sus comportamientos frente al tablero.
Lo primero que se necesita para sentarse ante el tablero es resistencia o, como se decía en la era del ajedrez pre-reloj, “buenas posaderas”, tan buen cerebro como buenas posaderas. Se cuenta que en 1851 el historiador británico Henry Buckle logró redactar dos capítulos de su History of Civilization in England mientras su contrincante reflexionaba una jugada. Por su parte, después de horas de esperar heroicamente respuesta, Morphy miró interrogativamente a Paulsen, quien exclamó: “¡¿Qué, me tocaba a mí?!”. Así puedan lamentarla algunos jugadores extremadamente lentos, la existencia del reloj en ajedrez es un triunfo de la civilización.
Con o sin reloj, la práctica del ajedrez es terriblemente absorbente y desgastante, aspecto en el que justifica, así sea de modo parcial, su parentesco con los deportes. Enigma paradójico del estático ajedrez esto de equipararse en el desgaste físico (y psicológico) con el que provocan algunos de los deportes más dinámicos, intensos y rudos: un estudio norteamericano estimó que la tensión a que es sometido un jugador de ajedrez en partidas de cuatro o cinco horas durante un torneo de ajedrez equivale a 10 rounds de box. Capablanca no perdió partida pero sí siete kilos en su match por el Campeonato del Mundo contra Lasker disputado en La Habana en 1921. Y Petrosian tuvo que sacrificar, además de varias piezas, ocho kilos para obtener el título mundial frente a Botvinik 1963. Manera única de bajar de peso la que ofrece el ajedrez: permanezca sentado, concentrándose lo más que pueda, analice mucho y mueva un brazo y una mano cada tantos minutos con la mayor precisión posible.
Es natural que a un juego tan temible corresponda una rica gama de códigos de conducta. Tenemos por un lado a los malportados, encabezados genialmente por Fischer, quien durante su match contra Spassky, en 1972, llegaba tarde, insultaba a la prensa y a los organizadores, y entre jugada y jugada se comía las uñas, se limpiaba los oídos y se sacaba los mocos. Por otro, a los que a la tensión esencial del juego agregan la presión contra el rival de su mirada escrutadora y cínica, capaz de alcanzar grados hipnóticos en magos, encantadores de serpientes, basiliscos como Tal o Karpov.
Igualmente sutil, pero más elegante, fue Lasker, empedernido fumador de puros, cuando colocó un habano junto al tablero en que enfrentaba a Nimzovich, empedernido rival del tabaco. Nimzovich se quejó con el juez, quien argumentó: “Vamos, si ni siquiera lo ha encendido”. A lo que replicó Nimzovich: “¡Pero amenaza con hacerlo!”, frase que inspiró la bella formulación de que en el ajedrez la amenaza es más fuerte que la ejecución.
Como ya habrá sospechado el lector, Nimzovich, autor del clásico Mi sistema, era un neurótico consistente. En alguna ocasión, después de perder una partida, saltó sobre la mesa y gritó: “¡¿Por qué he de perder contra este idiota!?”, lo cual más serenamente debería movernos a la reflexión de que en el ajedrez no siempre gana el hombre más inteligente, ni siquiera el mejor ajedrecista.
Volviendo al matemático y filósofo casi tan kantiano como Emmanuel Kant, Emmanuel Lasker, otras anécdotas ilustran su elegancia cruel. Iba Lasker un día a tomar un tren. El encargado de la estación le preguntó: “¿Juega usted ajedrez?”. La respuesta del maestro que esperaba no se hizo esperar: “Muy poco”. Después de propinar, en minutos, varias palizas, Lasker concedió la ventaja de la dama al jefe de la estación, y aun así lo derrotó. Rendido, el encargado levantó la mirada y preguntó: “Nadie me había dado tanta ventaja y me había derrotado tan fácilmente. ¿Quién es usted?”. “Lasker”, respondió francamente Lasker. “¿Es usted el campeón del que tanto hablan?”, “¡No!” -aclaró el maestro-. “Ese Lasker es demasiado fuerte. Tengo un amigo de apellido Lasker también, que me concede siempre la dama de ventaja y a él, a su vez, el campeón Lasker le concede siempre la dama de ventaja”. El encargado de la estación se retiró perplejo: ¿cuántas damas de ventaja podría concederle el campeón Lasker?
Podemos continuar el espejeo, la multiplicación a la Escher del genio de Lasker con otra anécdota. Hizo un día el maestro escala en un café de provincia, donde unos parroquianos jugaban ajedrez. Uno de ellos lo invitó a jugar y Lasker ganó con tal facilidad, una partida tras otra, que el parroquiano exclamó: “Discúlpeme, pero usted tiene que ser un gran jugador. ¡Figúrese que a mí me llaman el Lasker del pueblo!”.
Existen también los maestros del tablero que se han distinguido por su caballerosidad; entre muchos otros: Schlechter, Carlos Torre, Capablanca, Reti, Spassky, Korchnoi -quien paladea chocolatitos suizos mientras urde maniobras terribles-… De Carlos Torre sabemos que apreciaba más hacer una bella partida, lograr una posición de alto valor estético y estratégico, que vencer:
Al maestro Torre (sostiene su estudioso Gabriel Velasco) jamás le atrajo la idea de la lucha o competencia que es inherente al juego del ajedrez. Para Torre jamás existió la alegría de la victoria por sí misma o la amargura de la derrota, porque para él el ajedrez era tan sólo y ante todo un arte. (…) Ya después de haberse retirado de las competencias oficiales internacionales, solía jugar partidas amistosas en las que lograba una posición ganadora y luego obsequiaba a su rival el gusto de recibir una inesperada oferta de tablas. Cuando Torre ganaba una bonita partida lo único que le inquietaba, y a veces hasta lo hacía sufrir, era el hecho de haber lastimado el ánimo de su oponente por el resultado de la partida en términos deportivos.3
Semejante código ético ostentaba Karl Schlechter (Viena, 1874 - Budapest, 1918), cuyo apellido significa irónicamente “el peor”. Conocido como “el rey de las tablas”, Schlechter no pudo ser derrotado por Lasker en el match por el campeonato del mundo de 1910: el resultado final fue de un triunfo para Lasker, uno para Schlechter y ocho tablas. Schlechter “fue un hombre extremadamente amable y modesto, de quien se decía (que) le molestaba ganar una partida por no ofender a su contrario”.4
Opuesto a Schlechter, como las blancas a las negras, fue el brillante y temperamental David Janowski (Polonia, 1868 - Francia, 1927), que odiaba las tablas y los finales, amaba los alfiles y las combinaciones bellas y contundentes en el medio juego, y comparaba su estilo de juego al drama de la reina de Escocia, María Estuardo: “Hermosa, pero sin suerte”. Bohemio y volcánico, Janowski, cansado de jugar y derrotar siempre a su mecenas Nardus, no tuvo empacho en decirle en su cara, al darle el enésimo jaque mate: “De todos los malos jugadores que he conocido, ninguno lo es tanto como usted”, con lo cual quedó interrumpido, de inmediato, el apoyo financiero que le había permitido disputar el título mundial en dos ocasiones.
Finalmente, en un juego cuyo objetivo final es el jaque mate, no dejan de alcanzar simbología trágica las muertes de algunos ajedrecistas sobre el propio campo de batalla de los sesenta y cuatro escaques. El perdedor, ante Steinitz, del primer match oficial por el campeonato del mundo, Johannes Zukertort (Polonia, 1842-1888) -cuyo apellido significa dulcemente “torta de azúcar”-, erudito y personaje formidable (hablaba alrededor de diez idiomas, sabía de memoria todas las partidas que había jugado en su vida, fue médico del ejército prusiano condecorado con siete medallas, esgrimista, tirador de pistola, músico, crítico musical, editor de una revista política y profundo conocedor de sociología, teología, filología, psicología y química), sufrió un derrame cerebral que lo mató mientras jugaba una partida. Fue también un derrame cerebral masivo el que acabó de tajo con la vida de Capablanca, mientras observaba una partida jugada en un club. Y la muerte de Alekhine es la de un rey en la miseria, la de un león en un cuchitril: campeón del mundo grandioso y mezquino, fue encontrado muerto en un humilde hotel de Estoril, Portugal, con el abrigo puesto, para protegerse del frío, unas cuantas monedas en los bolsillos y, frente a él, un tablero con piezas eterno.
3 Gabriel Velasco, Vida y partidas de Carlos Torre, México, Incaro. 1993, pp. 22-23
4 Pablo Morán, Los campeonatos del mundo: de Steinitz a Alekhine, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1947, p. 29
Lo primero que se necesita para sentarse ante el tablero es resistencia o, como se decía en la era del ajedrez pre-reloj, “buenas posaderas”, tan buen cerebro como buenas posaderas. Se cuenta que en 1851 el historiador británico Henry Buckle logró redactar dos capítulos de su History of Civilization in England mientras su contrincante reflexionaba una jugada. Por su parte, después de horas de esperar heroicamente respuesta, Morphy miró interrogativamente a Paulsen, quien exclamó: “¡¿Qué, me tocaba a mí?!”. Así puedan lamentarla algunos jugadores extremadamente lentos, la existencia del reloj en ajedrez es un triunfo de la civilización.
Con o sin reloj, la práctica del ajedrez es terriblemente absorbente y desgastante, aspecto en el que justifica, así sea de modo parcial, su parentesco con los deportes. Enigma paradójico del estático ajedrez esto de equipararse en el desgaste físico (y psicológico) con el que provocan algunos de los deportes más dinámicos, intensos y rudos: un estudio norteamericano estimó que la tensión a que es sometido un jugador de ajedrez en partidas de cuatro o cinco horas durante un torneo de ajedrez equivale a 10 rounds de box. Capablanca no perdió partida pero sí siete kilos en su match por el Campeonato del Mundo contra Lasker disputado en La Habana en 1921. Y Petrosian tuvo que sacrificar, además de varias piezas, ocho kilos para obtener el título mundial frente a Botvinik 1963. Manera única de bajar de peso la que ofrece el ajedrez: permanezca sentado, concentrándose lo más que pueda, analice mucho y mueva un brazo y una mano cada tantos minutos con la mayor precisión posible.
Es natural que a un juego tan temible corresponda una rica gama de códigos de conducta. Tenemos por un lado a los malportados, encabezados genialmente por Fischer, quien durante su match contra Spassky, en 1972, llegaba tarde, insultaba a la prensa y a los organizadores, y entre jugada y jugada se comía las uñas, se limpiaba los oídos y se sacaba los mocos. Por otro, a los que a la tensión esencial del juego agregan la presión contra el rival de su mirada escrutadora y cínica, capaz de alcanzar grados hipnóticos en magos, encantadores de serpientes, basiliscos como Tal o Karpov.
Igualmente sutil, pero más elegante, fue Lasker, empedernido fumador de puros, cuando colocó un habano junto al tablero en que enfrentaba a Nimzovich, empedernido rival del tabaco. Nimzovich se quejó con el juez, quien argumentó: “Vamos, si ni siquiera lo ha encendido”. A lo que replicó Nimzovich: “¡Pero amenaza con hacerlo!”, frase que inspiró la bella formulación de que en el ajedrez la amenaza es más fuerte que la ejecución.
Como ya habrá sospechado el lector, Nimzovich, autor del clásico Mi sistema, era un neurótico consistente. En alguna ocasión, después de perder una partida, saltó sobre la mesa y gritó: “¡¿Por qué he de perder contra este idiota!?”, lo cual más serenamente debería movernos a la reflexión de que en el ajedrez no siempre gana el hombre más inteligente, ni siquiera el mejor ajedrecista.
Volviendo al matemático y filósofo casi tan kantiano como Emmanuel Kant, Emmanuel Lasker, otras anécdotas ilustran su elegancia cruel. Iba Lasker un día a tomar un tren. El encargado de la estación le preguntó: “¿Juega usted ajedrez?”. La respuesta del maestro que esperaba no se hizo esperar: “Muy poco”. Después de propinar, en minutos, varias palizas, Lasker concedió la ventaja de la dama al jefe de la estación, y aun así lo derrotó. Rendido, el encargado levantó la mirada y preguntó: “Nadie me había dado tanta ventaja y me había derrotado tan fácilmente. ¿Quién es usted?”. “Lasker”, respondió francamente Lasker. “¿Es usted el campeón del que tanto hablan?”, “¡No!” -aclaró el maestro-. “Ese Lasker es demasiado fuerte. Tengo un amigo de apellido Lasker también, que me concede siempre la dama de ventaja y a él, a su vez, el campeón Lasker le concede siempre la dama de ventaja”. El encargado de la estación se retiró perplejo: ¿cuántas damas de ventaja podría concederle el campeón Lasker?
Podemos continuar el espejeo, la multiplicación a la Escher del genio de Lasker con otra anécdota. Hizo un día el maestro escala en un café de provincia, donde unos parroquianos jugaban ajedrez. Uno de ellos lo invitó a jugar y Lasker ganó con tal facilidad, una partida tras otra, que el parroquiano exclamó: “Discúlpeme, pero usted tiene que ser un gran jugador. ¡Figúrese que a mí me llaman el Lasker del pueblo!”.
Existen también los maestros del tablero que se han distinguido por su caballerosidad; entre muchos otros: Schlechter, Carlos Torre, Capablanca, Reti, Spassky, Korchnoi -quien paladea chocolatitos suizos mientras urde maniobras terribles-… De Carlos Torre sabemos que apreciaba más hacer una bella partida, lograr una posición de alto valor estético y estratégico, que vencer:
Al maestro Torre (sostiene su estudioso Gabriel Velasco) jamás le atrajo la idea de la lucha o competencia que es inherente al juego del ajedrez. Para Torre jamás existió la alegría de la victoria por sí misma o la amargura de la derrota, porque para él el ajedrez era tan sólo y ante todo un arte. (…) Ya después de haberse retirado de las competencias oficiales internacionales, solía jugar partidas amistosas en las que lograba una posición ganadora y luego obsequiaba a su rival el gusto de recibir una inesperada oferta de tablas. Cuando Torre ganaba una bonita partida lo único que le inquietaba, y a veces hasta lo hacía sufrir, era el hecho de haber lastimado el ánimo de su oponente por el resultado de la partida en términos deportivos.3
Semejante código ético ostentaba Karl Schlechter (Viena, 1874 - Budapest, 1918), cuyo apellido significa irónicamente “el peor”. Conocido como “el rey de las tablas”, Schlechter no pudo ser derrotado por Lasker en el match por el campeonato del mundo de 1910: el resultado final fue de un triunfo para Lasker, uno para Schlechter y ocho tablas. Schlechter “fue un hombre extremadamente amable y modesto, de quien se decía (que) le molestaba ganar una partida por no ofender a su contrario”.4
Opuesto a Schlechter, como las blancas a las negras, fue el brillante y temperamental David Janowski (Polonia, 1868 - Francia, 1927), que odiaba las tablas y los finales, amaba los alfiles y las combinaciones bellas y contundentes en el medio juego, y comparaba su estilo de juego al drama de la reina de Escocia, María Estuardo: “Hermosa, pero sin suerte”. Bohemio y volcánico, Janowski, cansado de jugar y derrotar siempre a su mecenas Nardus, no tuvo empacho en decirle en su cara, al darle el enésimo jaque mate: “De todos los malos jugadores que he conocido, ninguno lo es tanto como usted”, con lo cual quedó interrumpido, de inmediato, el apoyo financiero que le había permitido disputar el título mundial en dos ocasiones.
Finalmente, en un juego cuyo objetivo final es el jaque mate, no dejan de alcanzar simbología trágica las muertes de algunos ajedrecistas sobre el propio campo de batalla de los sesenta y cuatro escaques. El perdedor, ante Steinitz, del primer match oficial por el campeonato del mundo, Johannes Zukertort (Polonia, 1842-1888) -cuyo apellido significa dulcemente “torta de azúcar”-, erudito y personaje formidable (hablaba alrededor de diez idiomas, sabía de memoria todas las partidas que había jugado en su vida, fue médico del ejército prusiano condecorado con siete medallas, esgrimista, tirador de pistola, músico, crítico musical, editor de una revista política y profundo conocedor de sociología, teología, filología, psicología y química), sufrió un derrame cerebral que lo mató mientras jugaba una partida. Fue también un derrame cerebral masivo el que acabó de tajo con la vida de Capablanca, mientras observaba una partida jugada en un club. Y la muerte de Alekhine es la de un rey en la miseria, la de un león en un cuchitril: campeón del mundo grandioso y mezquino, fue encontrado muerto en un humilde hotel de Estoril, Portugal, con el abrigo puesto, para protegerse del frío, unas cuantas monedas en los bolsillos y, frente a él, un tablero con piezas eterno.
3 Gabriel Velasco, Vida y partidas de Carlos Torre, México, Incaro. 1993, pp. 22-23
4 Pablo Morán, Los campeonatos del mundo: de Steinitz a Alekhine, Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1947, p. 29
1 comentario:
seran chocolates suizos el secreto?, habra una coneccion entre el ajedrez y los chocolates?
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